El hombre tenía unos setenta años. Su rostro estaba marcado por el tiempo, su piel bronceada por el sol y el viento, y sus ojos se iluminaron con una sonrisa amable cuando detuve el coche. Dijo: «Hoy en día, ya no lo compra mucha gente, tío. A los niños ya no les gustan estas cosas». Compré tres dulces. Mordisqueé uno y le di el otro a un niño que iba en bicicleta cerca. Lo cogió, lo miró confundido y preguntó: «Tío, ¿qué clase de dulce es ese pegajoso?». Reí. La inocente pregunta fue como un puñal que se clavaba suavemente en mi corazón nostálgico.
Durante mi infancia, el caramelo masticable no era solo un refrigerio. Era un tesoro de emociones para los niños del campo. Siempre que oíamos el llamado del caramelo, corríamos a casa a pedir dinero a nuestros padres. Algunos no nos daban nada, así que teníamos que buscar chatarra para intercambiar, incluso recolectando sandalias viejas, latas, cartón… para intercambiar por una barra de caramelo masticable tan larga como un dedo. A veces, solo por una barra de caramelo masticable, nos sentábamos en el porche y compartíamos pequeños trozos, comiendo y exclamando: "¡Qué rico!".
En aquel entonces, el caramelo masticable era un producto escaso. No había tiendas, ni supermercados, ni etiquetas llamativas. Era simplemente un bote de azúcar, removido hasta espesar, cacahuetes tostados y un cálido sabor a jengibre. Era masticable, grasiento y ligeramente picante. De niños, lo llamábamos en broma "caramelo de noticias", porque a veces era crujiente como una buena noticia, a veces masticable como una reprimenda, pero cada palito era memorable.
El bastón de caramelo también simboliza el deseo, el simple disfrute. En tiempos de pobreza, un bastón de caramelo es una recompensa, un logro tras un día ayudando a mi madre a pastorear vacas o una tarde recolectando chatarra. Una vez, me salté el desayuno dos días solo para intercambiarlos por tres bastones de caramelo. Esa noche, los até bien fuerte con gomas elásticas y los escondí en una vieja caja de galletas, sin atreverme a comérmelos con prisa. No fue hasta que llovió y se reunió toda la familia que los saqué solemnemente y les di a cada uno de mis hermanos menores un bastón de caramelo, con los ojos llenos de sorpresa y alegría. Ese es uno de los recuerdos más dulces que aún conservo con claridad.
Pero ahora, en una sociedad llena de productos y opciones, los dulces han ido desapareciendo. Los niños ya no esperan la llamada. Los vendedores de dulces también escasean. Esos dulces, junto con el sonido de las motos viejas, son ahora como un recuerdo de una época difícil pero significativa.
Le pregunté al anciano: "¿Por qué sigues vendiendo esto? Ya nadie lo come". Se rió lentamente, con la voz ronca: "Sí, lo sé. Pero no lo vendo, extraño mi trabajo en casa, extraño las risas de los niños cuando comían dulces. Ya nadie lo recuerda, así que no importa si yo lo recuerdo...".
Sus palabras me dejaron sin palabras. Resultó que no solo yo, sino también quienes hacían el caramelo, guardaban parte de sus recuerdos. Cada barra de caramelo que vendía era un momento en el que transmitía un poco de la "calidez" del pasado a alguien que aún sabía apreciarla, a niños que la encontraban por casualidad y la probaban, para que en un instante pudieran sentir la dulzura, no del azúcar, sino de una época de inocencia e ingenuidad.
El bastón de caramelo es, en cierto modo, una especie de "legado emocional". Conserva el sabor de una época anterior a las redes sociales y a los teléfonos inteligentes, cuando los niños crecían con las rodillas raspadas, inventaban juegos y comían dulces que les ensuciaban las manos e incluso el pelo.
Hoy en día, cuando paseo por los mercados, ya no veo las siluetas de los vendedores de dulces como antes. Solo de vez en cuando, algunos ancianos como el que conocí, deambulando en motos viejas, como buscando en silencio a alguien que los comprendiera. El resto, esos recuerdos solo viven en los corazones de quienes una vez fueron "niños" en los años 80 y 90.
Llevé el caramelo que quedaba a casa y lo puse en la mesa. Mi hijo se sorprendió y preguntó: «Papá, ¿qué es esto?». Le dije: «Tarta, el dulce de tu infancia». Partió un trocito, lo probó e hizo una mueca: «¿Por qué está tan pegajoso?». No dije nada, solo sonreí. Porque entiendo que la infancia es diferente para cada generación. Pero si es posible, espero que mi hijo también tenga un sabor único, como el que yo tenía con el caramelo.
La infancia no tiene por qué ser igual, solo tiene que ser lo suficientemente real como para que, al crecer, miremos atrás y aún sintamos que se nos ablanda el corazón. Para mí, cada vez que veo un caramelo, mi corazón se remonta a los veranos calurosos, las tardes frescas, el canto de las cigarras y el grito del "toffee taffy" resonando en cada rincón del tiempo...
Un bastón de caramelo parece un bocadillo común y corriente, pero es un vínculo que me conecta con mi infancia. Al igual que aquel anciano, no solo vende dulces, sino que también conserva una parte del alma de muchas generaciones. Y yo, un adulto en medio de una vida ajetreada, tuve la suerte de detenerme en el momento justo para verme reflejado en esos viejos ojos. Porque a veces, un simple bastón de caramelo basta para revivir toda mi infancia.
Tran Tuyen
Fuente: https://baoquangtri.vn/keo-keo-tuoi-tho-195546.htm
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