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Niños que acaban de crecer con amor y anhelo.

Somos la generación que se encuentra en la frontera de dos eras, los niños que acaban de salir del campo con olor a paja seca y el croar de las ranas tras cada chaparrón, y se han encontrado en un mundo de pantallas planas y luz azul fría. Llevamos dentro la incertidumbre de quienes acaban de dejar su tierra natal: nuestros pies en el presente, pero nuestros corazones aún latentes en un lugar muy lejano, muy antiguo.

Báo Thái NguyênBáo Thái Nguyên27/08/2025

La infancia en el campo, los juegos rústicos como el escondite o jugar en la arena, coger cangrejos, pescar... se convierten en claros recuerdos de una generación.
La infancia en el campo, los juegos rústicos como el escondite o jugar en la arena, coger cangrejos, pescar... se convierten en claros recuerdos de una generación.

Nuestra infancia fue como las últimas gotas de una lluvia moribunda. En aquella época, si queríamos contactar con alguien que vivía lejos, no había otra opción que escribir una carta a mano, envolverla cuidadosamente en un sobre blanco, ponerle una estampilla y depositarla en el buzón amarillo de la oficina de correos de la comuna. Y esperar con ansias la respuesta.

Entonces, el tiempo pasó como una cascada que se precipita por un acantilado escarpado. Antes de que la tinta de las letras manuscritas se desvaneciera, tuvimos que acostumbrarnos al teclado. Antes de que pudiéramos acostumbrarnos a Yahoo, Messenger apareció como por arte de magia. Facebook y TikTok llegaron como una inundación, arrasando con todo el silencio. Y ahora, la inteligencia artificial puede hablar por ti, incluso por pensamientos que aún no han sido nombrados.

En aquellos tiempos, las mañanas de camino a la escuela traían el olor a tierra mojada tras una noche de lluvia. Caminábamos entre charcos de lodo, nuestras sandalias de plástico estaban cubiertas de barro, muchas de ellas aún tenían algunas marcas de soldadura de tacones desgastados o tiras rotas. Las mochilas escolares de plástico colgadas de nuestros hombros traqueteaban a cada paso. Íbamos a la escuela sin que nadie nos recogiera, porque cada camino de pueblo era un mapa familiar grabado en nuestra memoria.

Después de la escuela, nuestro mundo se abrió como un libro de aventuras interminable. Los niños se reunieron alrededor de círculos dibujados en el suelo, con los ojos brillantes al ver la trayectoria de las canicas rodando.

Había tardes de verano en las que nos tumbábamos en el césped, mirando las cometas que volaban alto en el cielo azul claro, aparentemente queriendo tocar las nubes blancas.

Las chicas se reunían, con risas tan claras como el sonido de las campanas, trenzándose el pelo con cintas rosas desteñidas. Y a veces, todo el grupo charlaba y discutía, peleándose por cada duoi amarillo maduro, por cada hoja joven de tamarindo envuelta en unos granos de sal blanca, agria y salada a la vez, pero extrañamente deliciosa.

A medida que la tarde iba desvaneciéndose, la llamada de mi madre desde el porche nos alejó de nuestros juegos.

A la luz del candil, el rostro delgado de mi madre dejaba entrever las dificultades. Sus hábiles manos cosían ropa vieja para mis hermanas y para mí; cada puntada parecía transmitir un amor infinito. Mi padre, sentado junto a la vieja radio, escuchaba con atención cada palabra del programa; su mirada distante parecía atraída por el mundo de la historia.

Esas noches, todo el pueblo parecía vibrar al unísono. Los niños se agolpaban alrededor del único televisor en blanco y negro del barrio para ver "Florecitas", con los ojos abiertos como si quisieran absorber cada imagen.

Luego, contábamos con entusiasmo los segundos que faltaban para "Viaje al Oeste". En un momento dado, todo el grupo de niños permanecía en silencio, absorto en las aventuras de Sun Wukong, cuando de repente el televisor emitió un crujido y la pantalla se iluminó con líneas horizontales y verticales. El presentador tuvo que golpear el lateral del televisor. Todo el grupo contuvo la respiración, esperando; cuando la imagen se aclaró de nuevo, estallaron vítores como si acabaran de escapar de un infarto.

El tiempo es como un río que arrasa con la infancia y los días lentos.

Un día nos despertamos y nos encontramos en un lugar diferente, donde todo se mueve a la velocidad de la luz. En nuestras manos llevábamos smartphones con poderes que superaban nuestros sueños de ciencia ficción infantiles. Pero en algún lugar de nuestros corazones, aún escuchábamos el sonido de nuestra madre llamándonos desde el porche al atardecer.

Había noches en las que la ciudad dormía y solo las luces amarillas de la calle brillaban en las calles vacías, y recordábamos con nostalgia las tardes en las que corríamos descalzos por los caminos de tierra del pueblo.

Recuerdo el olor a humo que subía de los tejados de las casas del barrio al atardecer, recuerdo el sonido de los niños jugando y riendo resonando por el patio, aún cubierto de paja. Todo ello se combinaba en una sencilla sinfonía que, hasta ahora, sigo considerando la mejor música de mi vida.

Tenemos la suerte, o quizás la crueldad, de vivir en dos mundos paralelos al mismo tiempo.

Por un lado, el pasado, con su ritmo lento de vida, como círculos concéntricos, simple pero profundo. Por otro, el presente, con sus conexiones globales, abrumadoramente veloces, pero también frágiles, fugaces como el humo.

Entre esos dos mundos, somos como guardianes de un puente que llevamos en nuestro equipaje recuerdos de infancia y huellas de una generación que poco a poco se va desvaneciendo.

Y, cuando la vida moderna nos pesa, cuando los mensajes no paran de sonar, cuando las fechas límite se acumulan, cerramos los ojos para encontrar nuestra infancia. Allí, el tiempo fluye lentamente como la miel, donde cada momento se vive con plena emoción. La infancia se convierte en un antídoto para los días agotadores, en un faro silencioso que nos guía a casa cuando nos sentimos perdidos en la vida.

Fuente: https://baothainguyen.vn/van-nghe-thai-nguyen/202508/nhung-dua-tre-vua-kip-lon-len-cung-thuong-nho-4e43ad5/


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